El Grupo Vasco del Club de Roma organizó el pasado 22 de septiembre una nueva conferencia-debate con la intervención de Ignasi Boada, doctor en Filosofía y profesor de la Universidad Ramon Llull, bajo el título “Gigantismo y pobreza: una reflexión sobre nuestra responsabilidad ante el mundo”. A continuación resumimos las principales ideas trasladadas durante el encuentro.
Estamos inmersos en un cambio de época en unas dimensiones que no se pueden comparar ni siquiera con las novedades introducidas por el renacimiento. Estamos, a principios del siglo XXI, en un momento marcado por la tecnología y la ciencia. Cada vez sabemos más cosas y podemos hacer más cosas, y cada vez de forma más acelerada.
Hay logros como la IA, la robótica, la nanotecnología, la física de partículas, la genética, los vehículos autónomos, el internet de las cosas…, y el conjunto de cosas que podemos agrupar alrededor de la noción de transhumanismo y que abren un futuro sustancialmente diferente de lo que hemos conocido. Algunos hablan ya de la cuarta revolución industrial.
La discontinuidad no es solo tecnológica. Este mundo emergente tiene ya algunos aspectos identificables. Todo lo que es humano contiene un elemento de ambigüedad, con cuestiones positivas y otras negativas. Lo que podrá hacer la medicina con la IA y la robótica es incuestionable, pero también vemos cuestiones negativas como el control de la población, el bioterrorismo, la ingeniería genética, las Deepfakes…
La interactuación entre estas novedades va más allá de lo que podemos imaginar ahora. Lo posible es mucho más de lo imaginable.
Es imposible ser exhaustivo en la enumeración de las características de este mundo que viene porque estamos en el primer minuto de partido, pero hay algunos elementos esenciales para tomar en consideración este momento de transformación profunda e incierta.
En primer lugar, la desproporción, y en algunos casos se podría hablar de gigantismo. Por ejemplo, la cantidad de datos creados y consumidos a escala mundial será de 130.000 exabytes, y en dos años llegará a los 180.000 (un exabyte equivale a 20 veces el contenido de todos los libros escritos hasta hace una década). Sería como ver 43 billones de películas de alta definición en línea. Detrás de estas cifras hay una pasión humana insaciable. Esto está ligado a la noción de progreso sin pensar en los límites.
Hemos empezado a ver las contradicciones que esta noción de progreso implica. Aceleramos y aceleramos y seguimos teniendo tanta prisa como antes. El estereotipo de la modernidad es una inestabilidad constante y acelerada en la que lo único que no cambia es que todo está hecho para que cambie.
Esta fascinación por un crecimiento indefinido e insaciable puede interpretarse como falta de equilibrio, racionabilidad, prudencia y sabiduría.
Este modelo alcanza niveles de destrucción y desestabilización lo suficientemente evidentes para que nadie lo defienda a ciegas. A veces pienso que lo inquietante de la tecnología es que constituye un poder colosal que está destinado a ser administrado por el hombre, que si algo no merece es toda la confianza. Las consecuencias funestas de la irresponsabilidad y las pasiones naturales del hombre pueden multiplicarse por un coeficiente espantoso.
Hoy, con la tecnología avanzamos como un vehículo a toda velocidad, pero seguimos rodeados por la niebla.
La tecnología es algo que en última instancia se sustenta en el poder.
En segundo lugar, la idea de trabajo y de trabajador. La sustitución que propone la modernidad de la vida más o menos contemplativa por la afirmación rotunda del hombre como homo faber, hombre que actúa
El hombre acaba por identificarse con su trabajo y se convierte en un “trabajador”, lo que significa un componente importante de violencia, porque esta identificación tiene como consecuencia la falta de reconocimiento de la complejidad de las necesidades humanas.
El hombre convertido en trabajador queda marcado en la necesidad de producir algo valioso.
Sus características son:
El estrés, por la prisa. Sentimiento de estar inmersos en un ritmo frenético Y lo primero que cae con el estrés es la amabilidad con los demás. Es como una inyección de nerviosismo y malestar convulso dirigido a nuestro entorno.
En segundo lugar, el miedo, la angustia, de no alcanzar los resultados previstos, de no estar a la altura, el síndrome del impostor. Un sentimiento de vulnerabilidad por no conseguir lo que se espera de uno y ser perfectamente sustituible.
Y relacionado con lo anterior, la necesidad de hacer vacaciones como elemento de compensación (aunque la actividad de vacaciones puede ser tan poco constructiva como la actividad laboral). No es descanso, son vacaciones (igual que no es lo mismo crear que trabajar).
También distraerse, algo totalmente desproporcionado en nuestras vidas. El estilo de vida actual precipita al hombre a cierta incapacidad de comprender que solo a través de cierto quietismo y contemplación podemos llegar a descifrar realidades humanas complejas y esenciales.
En tercer lugar, está la irrupción, incipiente aún, de la robótica, una consecuencia lógica del modelo por el que hemos optado. Tenemos la sensación de que las maquinas trabajan mucho mejor que nosotros (más eficientes, precisas, fiables…). Si pueden hacerlo a menudo es porque esta actividad tenía ya algo de inhumano. Una cosa es segar un campo para alimentar a una familia, y otra segar miles de hectáreas para exportar a todo el mundo.
En el mundo que estamos creando las maquinas serán mucho más útiles y tendrán mucho más sentido que todo lo que podamos hacer nosotros.
En esta desproporción, me gustaría explorar el valor de la pobreza como un valor que podría ayudarnos a mitigar determinados peligros y orientarnos.
Propongo reflexionar sobre el valor de la pobreza como un componente transindustrial o metaindustrial. Una revolución transindustrial solo puede acometerse si tiene un fundamento de carácter espiritual o religioso, porque nos guste o no es la religión uno de los factores más potentes para conferir sentido a las acciones humanas.
Hay dos tradiciones modernas que han tratado la noción de pobreza. Por un lado, una tradición moderna que tiende a hacer responsable al pobre de su situación de aporía: Debilidad de carácter, falta de iniciativa y disciplina, Incapacidad del pobre para abrirse camino en la vida. Se trata de una objetivación de cierta pobreza moral.
En el mundo premoderno, el trabajo se concibió como algo muy penoso, desagradable a la condición humana. La palabra castellana trabajo tiene su origen en el latín trepalium, un objeto de tortura, y similares connotaciones tiene en otros idiomas.
No hay relación entre trabajo y propiedad en la época premoderna. Según Weber fue con Lutero que se produce un cambio de mentalidad en el sentido de que el trabajo pasa a considerarse como una actividad con un valor moral y religioso, dando al trabajo y la riqueza un valor espiritual. Esto es esencial para comprender la modernidad y el capitalismo.
El capitalismo no es solo una revolución económica, sino también cultural y espiritual. Uno no se convierte en un burgués solo por tener dinero. Implica asimilar una serie de valores espirituales y éticos.
El trabajo no es ya algo con sentido una vez cubiertas las necesidades básicas, sino que es una forma de manifestar la responsabilidad de la persona ante dios y ante los hombres. Es una vocación que es necesario llevar a cabo.
Aquí se produce una idea clave de la modernidad y el capitalismo: la propiedad irá ligada al trabajo. En este contexto, la pobreza irá ligada a la poca vigilancia de estas virtudes morales.
También el liberalismo profundizará en la idea de que la responsabilidad de cada individuo es fundamental. Esta filosofía propugna la idea de que cada uno tiene lo que se merece. Así, tanto el rico como el pobre es responsable de su prosperidad o de su miseria. EL pobre ya no es portador de virtudes no tiene una vida ejemplar, sino la visualización de la negligencia de las virtudes.
No si temor a equivocarnos podríamos hablar de la aparición de la cultura aporofóbica, un término acuñado por Adela Cortina, que significa fobia a los pobres, a los que no tienen salida.
Pero no todo el mundo interpreta igual al pobre y a la pobreza. Hay una tradición que ve al pobre obligado a vivir su condición porque existe un poder injusto e insolidario que le mantiene en una condición de inferioridad. Aquí el pobre es la víctima. Y como tal es sujeto de derechos.
En este sentido, el cristianismo descubrió algo fundamental, que la víctima es inocente.
Esto ha abierto la vía a desplegar la compasión y caridad con lo menos favorecidos, pero también ha sido el crisol de experiencias políticas muy preocupantes, y no solo en el siglo XX, sobre todo por su grado de violencia.
De acuerdo con esto, toma fuerza una interpretación política e histórica del pobre, que deja de ser algo individual y pasa a considerarse bajo la categoría de pueblo, de clase social.
El totalitarismo en Europa no proviene tanto de la idolatría del estado como de la idolatría del pueblo.
Resulta desconcertante chocar con determinadas afirmaciones evangélicas que chocan con las interpretaciones modernas de lo que es un pobre, porque a menudo trasmiten la idea de que la pobreza es una realidad que abre a una revelación, y, por tanto, sin la cual no llegaríamos a comprender contenidos salvíficos para el hombre. O que el pobre y la pobreza no son realidades necesariamente deficientes, sino realidades que tienen un valor y nos abren a la compresión de una dimensión profunda en la que es posible una transformación radical del hombre.
Poner de relieve que en el corazón del evangelio encontramos otra interpretación muy distinta de la de la tradición moderna.
¿En qué sentido podemos inspirarnos en la noción de pobreza para afrontar esa revolución transidustrial de la que hablábamos?
Para Meister Eckhart, el pobre es aquel que no quiere nada. ¿Cómo puede entenderse de forma virtuosa esta noción? El dolor de la humanidad depende del hecho de no considerarnos felices hasta que obtengamos lo que queremos. Nos empeñamos en forzar al mundo y a los demás a doblegarse a nuestra voluntad. Los estoicos sabían que esto no ocurrirá nunca y es insensato hacer depender nuestra felicidad de la consecución de los objetivos que nos proponemos.
La idea de Meister Eckhart es que el mundo que surgiría de nuestra voluntad no sería mejor que el que tenemos. Esto es extraño a la modernidad, que dice que el hombre con su voluntad va a transformar y mejorar el mundo.
La mayoría de nuestros deseos son necesidades ficticias. Nuestra voluntad no nos muestra necesariamente lo que es esencial para nosotros. La voluntad no es tanto un trampolín que nos conduce a lo que nos conviene, sino un obstáculo que empaña nuestra realidad y autoconocimiento, y que nos hace sufrir. Cuando quedamos en manos de nuestra voluntad, difícilmente podemos escapar del dolor, de la desproporción, del gigantismo.
Así, la pobreza implicaría una pacificación de la voluntad. No hay una pobreza que merezca ese nombre y no pase por una reorientación de la voluntad.
No se trata de restaurar el pensamiento medieval frente al pensamiento moderno, sino explorar una visión que puede inspirarnos en un momento en que necesitamos una orientación importante.
Estamos en un momento de transformación que no podrían liderar ni la política ni la economía. Como dijo el Papa Francisco, esta economía mata. Es la dimensión espiritual del hombre a la que hay que acudir para recordar el valor de la pobreza y el coraje para poner freno a la locura del gigantismo a la que ha llevado la voluntad de poder.
Decía Fellini que el fascismo siempre surge de la negativa de la gente por pereza, prejuicio, codicia o arrogancia a dar un significado más profundo de su vida. Esta observación puede aplicarse al mundo gigantesco y peligrosos que estamos construyendo. Existen formas más prometedoras de existir, y tenemos motivos para la esperanza y tenemos la responsabilidad de explorar, debatir y promover estas formas de vida.
A continuación están disponibles los vídeos completos de la conferencia y el debate posterior, así como las fotos tomadas durante el encuentro.
Ignasi Boada (Terrassa, Barcelona, 1962) es doctor en filosofía y licenciado en ciencias políticas. Estudió en la Universitat Autònoma de Barcelona y en la Universidad de Freiburg. Ha colaborado con el Dr. Raimon Panikkar como secretario. Ha sido profesor y vicedirector del Instituto Superior de Ciencias Religiosas de Barcelona. Impartió clases en la Facultad de filosofía de la Universitat Ramon Llull. Miembro de la Fundación Joan Maragall de Barcelona, de la que ha sido patrón durante 10 años. Actualmente es profesor y vicedecano de la Facultad de Ciencias de la Comunicación y Relaciones internacionales Blanquerna de la Universitat Ramon Llull.